LA CÁPSULA DEL TIEMPO
A primera hora de la mañana, Miguel llegó a la puerta del negocio. Retiró el candado y levantó la pesada cortina metálica. El olor a viejo lo golpeó. Cuando los rayos del sol iluminaron el interior, viejas sensaciones volvieron a su alma después de un largo sueño. Toda su infancia pasó por su retina. Se vio junto a su hermana jugar y correr entre los muebles. El negocio heredado al morir su padre era una “Compra- venta” de antigüedades. Su propósito era liquidar todo. ¡Cómo hacerlo! ¡Cómo desprenderse de esto, si cada objeto de ese lugar contaba una historia! Sería un sacrilegio.
Posó sus dedos sobre la cómoda Luis XV, sintió el brillo sedoso de su lustre a pesar del polvo y alzó el jarrón de porcelana china con flores de plástico desleídas que olían a tierra y humedad. Caminó hacia el fondo, esquivó los sillones apilados y tuvo que correr un armario. Al moverlo se abrieron sus puertas. De allí emanaba un perfume familiar, una nube blanca y silenciosa escapó hacia la calle. Le pareció ver una forma humana. Pensó en fantasmas y se rio de sí mismo, no dejaba de sentir la presencia de su padre en cada rincón. Entre los cacharros polvorientos una pequeña caja de latón llamó su atención. La recordaba. En su tapa, de un amarillo provocador, dos niñas jugaban a tomar el té. Al abrirla, varios objetos pequeños chocaron con ruidos silenciosos como si recién despertaran, en un susurro dedicado solo a él. Su mente voló cincuenta años atrás. Cada diminuto envoltorio guardaba un recuerdo. Se vio a sí mismo junto a su padre y su hermana. Ella escribía sus nombres y las fechas con letra temblorosa y pequeña. Los corazones, las flores, las estrellas y los cohetes dibujados, le hicieron sonreír con los ojos inundados de lágrimas. ¡La cápsula del tiempo !
Esa aventura familiar había coronado las historias de viajes a otros mundos que su visionario padre les contaba. El secreto, el misterio, estaba allí, develado frente a él. Habían enterrado la caja en el fondo del patio, donde mucho después, se cavó para instalar la pileta. Miguel no supo que su padre la había rescatado.
Con ansiedad contenida, abrió cada paquete.
“El diente que no se llevó el ratón”, “la hondera que no mata pájaros” “el dedal que cura los pinchazos” “la moneda de cinco centavos para el helado” “la carta a los reyes magos que nunca llegó” “el corazón con el dibujo de toda la familia”. Más corazones, más estrellas, más cohetes. A esta altura Miguel tenía la cara empapada en llanto, mientras el rostro etéreo de su padre le sonreía.
-Ah, Viejo, ahora sé por qué lo hacías. No puedo detener el tiempo. Estas cosas del pasado tienen que seguir viaje, como vos. La herencia que me dejaste no son estos muebles, son sus historias. Aquí encerradas morirán. Debo dejarlas volar a unirse con otras historias. Así es la vida. Tal vez éste sea el secreto del tiempo que guarda esta cápsula.
Rosalía González Curell