UNA ESQUINA
Hay una esquina en mi barrio que no se parece a las demás. La he bautizado con el nombre de mi madre: Paulina. Es la más señorial, porque justo allí se alza un pequeño castillo con aires de aristocracia. Luce líneas refinadas y un cierto boato, aunque el paso del tiempo demacró su fachada. Al pasar, las señoras concuerdan: «Hermoso debió ser en su tiempo. Qué pena que no pudieran conservarlo en todo su esplendor». Septiembre lo engalana con aroma de jazmines, mientras los atardeceres rosados pincelan un telón de ensueño.
¡Cuánta ilusión cabía en tu juventud, mamá! Tus modos y la dulzura que a todos encantaba…
El castillo tiene una sola almena y en ella, la ventanita de cuentos que nunca se abre, alimenta el mito de la joven cautiva. ¿Habrá envejecido hasta morir, completamente desfigurada por la tristeza? Nadie puede aseverarlo. Ella nunca salió de ahí.
¿Por qué, por qué? Si había caminos menos escarpados, ¿por qué elegiste el más tortuoso, mamá?
Llama la atención en esta esquina, además de la construcción principesca, el alto enrejado que circunda la propiedad. Una prisión, se diría.
Así vos, mamita. Una cortesana encerrada, oprimida. Para siempre.
Recuerdo que la primera vez que pasé por ahí, no pude apreciarlo en su real valía. Quiso el destino que dos años después, adquiriera un luminoso piso justo al frente. El castillo enmarcaba el paisaje que emergía cada amanecer de mi ventana. La esquina adquiría un relieve imponente. Casi se diría de ensueños. Mis amigas agradecían las tardes compartidas en el balcón y, muchas veces, las charlas se silenciaban para dar paso a la pura contemplación. El castillo nos hipnotizaba. Y nosotras nos dejábamos hundir en él.
En ese letargo te imagino, mamá, durante tus últimos años de vida. No pude acompañarte, estaba lejos.
Hoy necesito reconstruir tus pasos, tomarte de la mano y enseñarte otro camino. Contarte que ahora vivo justo al frente del castillo, mientras paseamos por el barrio que tanto te gustaba. Luego te serviría el té sobre manteles bordados, «como hacen las señoras».
Conversaríamos de literatura, de conciertos, de moda, de política. Te contaría que muchos de tus nietos ya son profesionales. Que todos tus hijos nos hemos divorciado. Te ocultaría, claro, que tras la muerte de papá, hemos discutido descarnadamente y que ahora somos esto: huérfanos extraviados. Quizás para siempre.
Mientras te sirvo tu segunda taza de té, aprovecharía la ocasión para pedirte muchas recetas que no alcancé a anotar: la del budín de choclo y caramelo y aquella del pastel de carne. Te hablaría también de las reseñas que hice de cada libro que rescaté de tu biblioteca.
Una nomeolvides tapiza el pie de la almena. Me recordarías que esas mismas flores celestes crecían en tu casa de las sierras.
Como ya oscurece, te alcanzaría un abrigo y prolongaríamos un rato más nuestro encuentro en el balcón.
Te pediría entonces que ya no te fueras, que me abrazaras una vez más, mientras también mi vida comienza a inclinarse hacia el ocaso.
MARISA IANNACCONE
Taller Escribir para Perdurar