Cepram

TRES MONEDAS Y UN SUEÑO

Sebastián acaba de cumplir dieciséis años y tiene el alma libre como las aves que se agolpan en el muelle de Catania, en su Sicilia natal. Su espalda acusa el peso de cada bulto que soporta en el trabajo de estibador que realiza junto a su padre. Su corazón lleno de sueños late con fuerza cada vez que atraca un barco. Los ojos se humedecen y sus puños se cierran cuando piensa que una de esas moles se llevó a su novia, la hermosa Francisca. No puede olvidar ese rostro de asombro y temor que se pierde entre la gente. La gran boca del barco pareció tragárselos mientras el puerto se estremece bajo el llamado imperioso de las sirenas. El Giulio Césare parte hacia la América, esa tierra  ignota donde dicen que todo está por hacerse. Y allá va Francisca con catorce años, prendida a la mano de su madre. Cada lágrima que cae de sus ojos es una ilusión que pierde. Solo en el muelle, la mano de Sebastián toca las tres monedas que guarda en su bolsillo. Algún día comprarán mi futuro, se dice. Hoy está sentado sobre el malecón del puerto. Cuando mira el horizonte, sus ojos se llenan de lejanía; un mar infinito lo separa de ella, sin embargo, piensa, el cielo es el mismo. Sus manos ahora aprietan con una alegría nueva, la carta que tardó meses en llegar. Su Francisca no lo olvida. Vente para América, le escribe, yo te espero.

  La escena en torno al barco a punto de zarpar le es conocida. Cada movimiento de los marineros le anuncia que ya es tiempo. La gente se arremolina junto a las compuertas. De pronto, un hombre con uniforme baja y se mezcla entre los estibadores del puerto. Busca gente para trabajar en el barco. Sebastián siente el tintineo de las tres monedas y aprieta la carta que se convertirá en su único equipaje. El grupo de voluntarios se cierra en torno al hombre. Saben que es un viaje sin retorno. Lleva las tres monedas en la palma de la mano y se acerca al marinero. A cambio de ellas, uno de los hombres le deja su lugar en el barco. Con ojos implorantes y la determinación en el rostro, busca a su padre. Solo hay tiempo para abrazarse.  – ¡Ve, figlio  mío, ve !

Rosalía González Curell

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