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LA COCINA DE MI MADRE

           En mis  sueños recurrentes la casa paterna aparece nítida, blanca y sólida, sin adornos, sin nada que no fuera estrictamente necesario. Desde que partiera de allí, quedó incorporada definitivamente a mi recuerdo. En las siguientes casas que ocupé, traté de  armar algún rincón que se le pareciera. Nunca lo conseguí. Nunca  pude encontrar una galería soleada en invierno y fresca en verano como aquélla, o un patio inmenso lleno de plantas y  hierbas aromáticas para el mate, listo a toda hora.

  La vida de la casa  latía en la cocina, ese recinto sagrado donde mi madre reinaba soberana, donde sus manos se movían ágiles como las de un director de orquesta,  preparando la comida desde muy temprano. Entrar a esa cocina era sentir que a uno le ofrecían un regalo. La boca se me hacía agua al oler el  infaltable guiso de papas, condimentado con albahaca y  pimentón, o el pan casero dorándose en el horno.

           Como todas las habitaciones, la cocina era cuadrada, con piso de baldosas rojas y paredes lisas.  Al describirla ahora, pienso que era muy similar a  tantas cocinas de casas construidas en los años  cincuenta, pero yo  siento que era única. Allí se cocinaba  no solo la comida, allí transcurría la vida. Desfilaban las alegrías, las penas, las visitas , se trasmitía la tradición, se ayudaba a la  dueña de casa, se hablaba de política, de valores, de ejemplos, se recibía al sediento y al que necesitaba  un consuelo.

          Hoy  existe solo en mis sueños. En ellos mis padres vuelven a habitarla, escucho sus voces, siento su abrazo y yo vuelvo a ser niña. Cuando despierto, me envuelve la tibieza del sol en invierno; es otra vez la  seguridad, el amparo, es al fin, la conexión con  mis raíces y  el encuentro con  mi propia identidad.

Rosalía González Curell

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