EL CUADRO EN EL DESVÁN
Hoy llovió casi todo el día. Por fin, a la tarde asomó el sol entre las nubes y a mí me maravilla esa luz tímida entrando por las ventanas. Todo se tiñe de oro. Da para pintarlo, pienso. No sé por qué, ese pensamiento me lleva hasta el desván, sin saber muy bien qué voy a buscar. Tomo un plumero como excusa y subo la angosta escalera. Ya recuperada de la fatiga por el ascenso, me dispongo a hacer limpieza y ampliar el espacio que aún está desocupado. Quiero que todo reciba la luz del sol. Lo primero que hago es abrir la ventana redonda como los ojos de buey de los barcos. Cuando penetra el aire fresco, con olor a lluvia, se establece una corriente que levanta la tierra asentada en los muebles. La luz de la tarde invade el lugar con rayos dorados donde bailotean motas de polvo como diminutas polillas asustadas. Plumero en mano, me abro paso entre sillas en desuso, percheros, una antigua cómoda y hasta la cuna por donde pasó toda la prole de la familia. Llego hasta el fondo, donde la luz me rebela algunos cuadros apoyados en la pared. ¡Oh, los cuadros! Ahí están después de haber permanecido durante años, colgados en la casa de mi infancia como mudos testigos de la vida familiar. En realidad, no eran mudos, me digo, ellos hicieron despertar en mi alma, aquellas imágenes que poblaron mi imaginación de niña soñadora.
Me detengo en una pintura donde se ven un niño y una niña que cruzan un pequeño puente roto bajo unas oscuras nubes de tormenta, Abajo, un río embravecido. Detrás, un enorme ángel de la guarda con sus alas desplegadas. La escena me estremecía. En mi cabeza, los niños eran mis dos hermanos mayores. Nunca terminaban de cruzar el puente. Ahora que lo veo después de tantos años, ya no me parece tan temible.
Otro cuadro me atrae desde un rincón. Es una niña sentada contra un muro despintado. Sin advertirlo, mis labios sonríen y comienzan a hablarle. Soy yo. Recuerdo el momento en que me retrataron.
-Hola, -le digo- ¿No te cansa estar tan quieta? ¿A quién miran tus ojos? Parece que le temes a algo. No te sientas culpable por lo que estás haciendo a escondidas. Justo aquí te retrató el pintor, ese tío famoso de la familia te sorprendió en medio de tu osada travesura de niña curiosa. No te preocupes, tu ropa es tan discreta…Tu falda amplia cubre tus rodillas y el canesú de tu blusa disimula tus incipientes pechos. Todo debe ser ocultado, prolijo, secreto, como decía Mamá. Te has quitado los zapatos y tus pies obedientes aseguran que siempre tus pasos serán los correctos, porque tú, yo, era una niña correcta y sosegada.
No te sientas culpable, aún no lo sabes este día. Fue un comienzo. El objeto que sostienes entre tus manos es poderoso. Es una puerta, una ventana abierta al mundo, al universo. Es un puente, un camino. Es un libro. No sé si me pareció, los ojos de la niña pestañearon y ahora me miran con una sonrisa cómplice.
Rosalía González Curell