Cepram

ARTÍFICE DE MIS RECUERDOS

Paseaba por los rincones de la casa con tanta emoción. Ultimo día en ese

lugar donde pudo dar rienda suelta a la alegría de sentirse libre de espíritu

a pesar de la corta edad. Llegó muy temprano por la mañana y se encontró

con Joaquín, su hermano. Ambos sabían que no habría otro día en la

estancia de los abuelos, tan amada y de infinitos recuerdos entrañables.

De pronto, eran dos niños corriendo por la antigua galería de mosaicos que

dibujaban dameros desgastados por el paso de los años. El techo de adobe

terminaba en triángulos invertidos, cual puntillas de encaje aceradas. Sobre

las columnas, la enredadera, enmarañada a esos muros, como las vivencias

que guardaba.

Emilia se sentó en la hamaca de mimbre. Había sido de su abuela. Vio el

nogal y las moras. Aun hoy ofrecían racimos tan dulces como el entorno y

que, en otros tiempos, después de comerlos, delataban que a la hora de la

siesta habían desobedecido a los mayores. Recordaba los coletazos de una

iguana buscando devorarse alguna sandia de las muchas que crecían como

regueros a lo largo del camino.

Por las tardes salían a cabalgar por la avenida cubierta de álamos y plátanos

que cumplirían cien años o más. Luego, los árboles frutales que ofrecían a

su paso, frutas maduras de diversos colores y sabores plantados por las

manos del abuelo, tan amadas y curtidas por el trabajo; además de haber

sido el arquitecto artífice de tanta hermosura y naturaleza viva que los

había acompañado en la niñez

En los veranos cuando el calor se hacía sentir, desde allí podían ver los

rayos del sol haciéndose paso entre las ramas celosas que intentaban

frenarlos. Acompañando el paisaje el sonido del viento, acompasado y

adormecido, silbaba bajito como retando a los impertinentes gigantes

centenarios.

Cuando llegaba el otoño agitaban sus ramas dejando caer hojas secas que

formaban colchones espesos y crujientes.

A lo lejos se escucha el mugido de las vacas de renegrido pelaje

que contrasta con los encendidos atardeceres rojos dibujados por el sol que

va ocultándose; e indica a la peonada el final de la jornada.

Luego de la cena los hermanos se sentaron debajo del paraíso, testigo de

tertulias y mateadas. Sus brazos cansados aun mitigaban el sereno;

mientras un coro de cigarras grillos y chicharras anunciaban el calor del

próximo día.

Qué melodía tan entrañable era esa. De pronto…la voz del abuelo:

¡Hora de dormir!

-Sabes Joaquín?, aun hoy después de tantos años cierro los ojos y entro en

ese laberinto que me hace sentir el cobijo de la arboleda. Siento que un hechizo inexplicable de colores perfumes y sentimientos nos ha traído hoy para poder despedirnos

En fin, al día siguiente quedaba aceptar lo que les había arrebatado por el

Destino.

Partieron con el dolor de la nostalgia por todo vivido.

Emilia entregó las llaves al casero y cerró una historia de felicidad.

Los hermanos subieron al auto desandando el camino de la arboleda. Ellos,

gigantes autóctonos inclinados por el viento, los saludaban con reverencia.

Atravesaron guadales que, con disimulo, frenaban el paso, haciéndoles

sentir que este era solo un camino de vuelta.

M DEL C CARBONARI

Taller Escribir para Perdurar

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