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HISTORIAS DE MILAGROS 

San Roque es uno de los tantos parajes que bordean el lago del que toma su nombre. Allí los días son apacibles, sin mayor motivo de interés que el altar de la Virgen desata nudos. De ser una pequeña gruta, con una sencilla caja de vidrio que guarda a la imagen milagrosa según la creencia de los lugareños, el lugar pasó a ser un centro de peregrinación los domingos y fiestas religiosas, cuando las calles de tierra se ven invadidas por coches y hasta transportes turísticos.

  Un día de elecciones, fue elegida como intendenta una mujer, que llegó con la impronta de hacer del pueblo un polo cultural. Así es que se reparó la escuela como primera medida, se arreglaron las calles y, por supuesto, la gruta de la virgen. Además de ser un testimonio de fe era, por qué no decirlo, un atractivo turístico y comercial que daba vida a los quioscos de velas y estampitas que se instalaban los domingos. Pero la intendenta invocaba a la cultura como factor de progreso. Todos estuvieron de acuerdo en que la gruta era un perfecto acervo histórico, así que lanzó a los cuatro vientos, por el altavoz de la camioneta de la Comuna, el Gran Concurso Literario “Historias de milagros” y la inauguración del “Primer Salón de Pintura”, que funcionaría en la escuela, con pintores invitados de ciudades importantes. Como era usual, se formó una Comisión para preparar el concurso, compuesta por la propia alcaldesa, el cura de Bialet Massé (quien disputaba la pertenencia de la virgen), el Sargento Gómez del puesto Policial en la Ruta 38 y Don Lucho, el almacenero que tenía el secundario completo.

  Pasado un tiempo, tras la recepción de los trabajos, la comisión se dio a la tarea de evaluar los relatos, cuarenta y cinco en total, de los cuales se descartó el de la intendenta, por no corresponder a la ética y dos o tres más por resultar prácticamente ilegibles. Todos hablaban de los milagros de la virgen, algunos muy parecidos entre sí. Sin embargo, un cuento que no era cuento logró la aprobación unánime. Narraba la historia de un niño que había muerto ahogado al caerse desde el paredón del dique, hacía ya más de veinte años. La madre nunca dejó de pedir a la virgencita por el alma de su hijo y de preguntarle si era él quien se le aparecía en la ventana algunas noches de luna llena.

-Anoche apareció el Jacinto- escribía en el cuaderno para las peticiones que colgaba de un hilo en el altar.

– El Jacinto me habló – decía- quiere que le abran la tumba. ¡Jamás haría ese sacrilegio! Pero no sé qué hacer. Esta noche iré al cementerio…

Y la historia terminaba de repente.

La madre había escrito: “La tumba está vacía”.

Semejante relato mereció el primer premio del concurso. En el salón de la escuela se había reunido toda la comunidad. Cuando se escuchó el resultado, en lugar de aplausos   un aire helado recorrió las espaldas de la gente. Algunos empezaron a moverse incómodos en sus sillas. De pronto una mano en alto y otra y otra; voces airadas   gritaban – ¡Plagio!

– ¡Con esas cosas no se juega!

El desorden se apoderó del lugar, los otros autores exigían la anulación del concurso y la intendenta con su comitiva perdió la sonrisa y la compostura.

– ¡Vamos a la tumba -se escuchó desde el fondo- Esto no puede ser! El Jacinto se ahogó

-Alguien lo copió del cuaderno de la gruta.

De pronto, una potente voz se alzó por encima del resto.

– ¡Es verdad! Todo es verdad. Yo escribí esa historia -se escuchó decir a un hombre que era poco conocido por el vecindario.

– ¿Y Usted quién es para afirmar una cosa así?

– ¡Usted no sabe nada, Usted no es del pueblo!

– ¿Quién es Usted? ¿De dónde vino?

-Jacinto.  Yo soy el Jacinto.

Rosalía González Curell

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